sábado, 30 de marzo de 2019



Recupero hoy esta reflexión que escribí hace tres años, por desgracia tan actual aún: 

Leía hace unos días la noticia de un abuso sexual de un padre a su hija de 12 años, en una localidad española, y cómo, gracias a la denuncia de la madre, que lo descubrió, se ha podido detener al agresor…, pero no siempre es así.

Esa noticia me ha llevado a recordar un caso que, hace unos años, me impactó por su cercanía y porque llegué a conocer de vista a la familia del desdichado niño (unos vecinos del barrio). Se supo que el padre había abusado reiteradamente de él por la carta que el chaval había dejado en el interior de su taquilla, durante el servicio militar. Fue el caso de un joven, a finales de los años 80, que se disparó en la boca estando de guardia en su correspondiente garita. Una vez descubierta la carta en la que detallaba las vejaciones que había soportado del padre, éste fue inmediatamente detenido. Recuerdo también que, al poco tiempo, se organizaron unas pioneras jornadas, en una famosa institución social de Barcelona, en las que participaron víctimas de abusos sexuales y de violencia de género, psicólogos, psiquiatras, educadores sociales y algún que otro abogado. Era el año 1989 y hablar de violencia doméstica, abusos sexuales, violaciones y maltrato físico y psicológico e, incluso, maltrato animal todavía no era frecuente. En España intentábamos salir de una oscura y prolongada tradición de machismo y de exaltación de los valores “masculinos” que había dejado su impronta no sólo en la personalidad de muchos hombres sino también de otras tantas mujeres. ¿Quién de mi generación (nací en 1965) no se ha encontrado en familia con alguna desagradable situación de declarado machismo? No se trata solo de violencia sino de comportamientos adquiridos y asumidos por los mismos miembros de la familia hasta el punto de considerarlos “normales”.  ¿Quién de mi generación no ha escuchado alguna vez aquello de “ya sabes cómo es tu padre, no hay quien le haga entrar en razón” o, también, “ya no hay quien me cambie a mí, a mi edad”? Frases cotidianas que, en muchos casos, escondían verdaderos dramas. Si bien en la actualidad, en nuestra sociedad, esto ya ha empezado a cambiar y se trabaja en políticas de igualdad de derechos, aún es probable, como escribe la profesora Àngels Carabí, que “el varón contemple el proceso hacia la igualdad como una pérdida de poder-control y, por ello, de virilidad (…). Ante esto, y en el ámbito doméstico, el empleo de la fuerza bruta todavía persiste y no nos interesa tanto cómo los varones utilizan la violencia cuanto examinar por qué necesitan seguir ejerciéndola hoy en día para seguir teniendo el poder-control”.  Éste es el quid: ¿por qué sigue obsesionado, el varón, en querer ser el “rey de la casa”?  A cambio de “amor y protección” en muchas familias se cometen barbaridades que nunca llegaremos a conocer.

En conclusión, muchos de los que crecimos en determinadas situaciones familiares arrastramos secuelas emocionales que, a menudo, nos impiden dar lo mejor de nosotros mismos. La tendencia a la depresión y a la ansiedad; la baja autoestima; los trastornos de personalidad; la desconfianza y el miedo de los demás e, incluso, la dificultad para expresar o recibir sentimientos de ternura e intimidad son secuelas con las que hemos aprendido a convivir, a veces sin que se noten apenas. Así de claro y así de duro.  En una ocasión, una psicóloga me dijo que un dolor que no ha sido manifestado permanece dentro de nosotros, impidiendo que vivamos con plenitud. Y me pregunto: ¿A cuántos de nosotros nos sangran aún heridas del pasado, ésas que nos impiden hoy ser felices y, peor aun, hacer felices a los demás?



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