Recupero hoy esta reflexión que escribí hace tres años, por desgracia tan actual aún:
Leía hace unos días la noticia de un abuso
sexual de un padre a su hija de 12 años, en una localidad española, y cómo,
gracias a la denuncia de la madre, que lo descubrió, se ha podido detener al
agresor…, pero no siempre es así.
Esa noticia me ha llevado a recordar un caso que, hace
unos años, me impactó por su cercanía y porque llegué a conocer de vista a la
familia del desdichado niño (unos vecinos del barrio). Se supo que el padre
había abusado reiteradamente de él por la carta que el chaval había dejado en
el interior de su taquilla, durante el servicio militar. Fue el caso de un
joven, a finales de los años 80, que se disparó en la boca estando de guardia
en su correspondiente garita. Una vez descubierta la carta en la que detallaba
las vejaciones que había soportado del padre, éste fue inmediatamente detenido.
Recuerdo también que, al poco tiempo, se organizaron unas pioneras jornadas, en
una famosa institución social de Barcelona, en las que participaron víctimas de
abusos sexuales y de violencia de género, psicólogos, psiquiatras, educadores
sociales y algún que otro abogado. Era el año 1989 y hablar de violencia
doméstica, abusos sexuales, violaciones y maltrato físico y psicológico e,
incluso, maltrato animal todavía no era frecuente. En España intentábamos salir
de una oscura y prolongada tradición de machismo y de exaltación de los valores
“masculinos” que había dejado su impronta no sólo en la personalidad de muchos
hombres sino también de otras tantas mujeres. ¿Quién de mi generación (nací en
1965) no se ha encontrado en familia con alguna desagradable situación de
declarado machismo? No se trata solo de violencia sino de comportamientos
adquiridos y asumidos por los mismos miembros de la familia hasta el punto de considerarlos
“normales”. ¿Quién de mi generación no
ha escuchado alguna vez aquello de “ya sabes cómo es tu padre, no hay quien le
haga entrar en razón” o, también, “ya no hay quien me cambie a mí, a mi edad”?
Frases cotidianas que, en muchos casos, escondían verdaderos dramas. Si bien en
la actualidad, en nuestra sociedad, esto ya ha empezado a cambiar y se trabaja
en políticas de igualdad de derechos, aún es probable, como escribe la
profesora Àngels Carabí, que “el varón contemple el proceso hacia la igualdad
como una pérdida de poder-control y, por ello, de virilidad (…). Ante esto, y
en el ámbito doméstico, el empleo de la fuerza bruta todavía persiste y no nos
interesa tanto cómo los varones utilizan la violencia cuanto examinar por qué
necesitan seguir ejerciéndola hoy en día para seguir teniendo el
poder-control”. Éste es el quid: ¿por
qué sigue obsesionado, el varón, en querer ser el “rey de la casa”? A cambio de “amor y protección” en muchas
familias se cometen barbaridades que nunca llegaremos a conocer.
En conclusión, muchos de los que crecimos en determinadas
situaciones familiares arrastramos secuelas emocionales que, a menudo, nos
impiden dar lo mejor de nosotros mismos. La tendencia a la depresión y a la
ansiedad; la baja autoestima; los trastornos de personalidad; la desconfianza y
el miedo de los demás e, incluso, la dificultad para expresar o recibir
sentimientos de ternura e intimidad son secuelas con las que hemos aprendido a
convivir, a veces sin que se noten apenas. Así de claro y así de duro. En una ocasión, una psicóloga me dijo que un
dolor que no ha sido manifestado permanece dentro de nosotros, impidiendo que
vivamos con plenitud. Y me pregunto: ¿A cuántos de nosotros nos sangran aún
heridas del pasado, ésas que nos impiden hoy ser felices y, peor aun, hacer
felices a los demás?