jueves, 4 de abril de 2019

Hoy recupero una reflexión que escribí hace un tiempo, cuyo contenido siempre será controvertido.



¿Existe el alma?

Tengo en mis manos un libro titulado Reencarnación. La transmigración de las almas entre Oriente y Occidente, de Abada Editores, una joya para los estudiosos serios del tema, ya que se trata de un volumen que reúne una serie de trabajos específicos realizados por reconocidos especialistas dedicados a diferentes religiones.

Aparte de los interesantísimos artículos que se publican, y para que los lectores puedan acceder a las fuentes en traducción castellana, se recogen en una antología final los textos más relevantes tratados en cada capítulo. El libro analiza, así, la doctrina de la transmigración de las almas en el hinduismo, el jainismo, el budismo indio, los pueblos tracios, los círculos órficos y pitagóricos, Empédocles, Platón, Plutarco, el neoplatonismo, Roma, el cristianismo primitivo, el maniqueísmo, el judaísmo, el islam, los celtas y, finalmente, los pueblos siberianos.

Hecha esta reseña bibliográfica --y mi recomendación--, considero que para poder iniciar un debate sobre la transmigración del alma habría que preguntarse, primero, por la existencia de ésta y, segundo, por su inmortalidad. Si damos respuesta afirmativa a estos dos cuestiones introductorias, se me ocurre plantear, entonces, si es posible que se dé una transmigración “infinita” o en algún momento ésta se detiene al verse “liberada” (el alma) del yugo material, como apuntan algunas creencias índicas. O también qué papel juegan en este, digamos, “proceso” el concepto tan judeocristiano de la resurrección, que poco o nada tiene que ver con la inmortalidad del alma (y aquí se podría iniciar otro debate sobre hasta qué punto se ha confundido en el cristianismo el concepto griego de “inmortalidad” con el judaico de “resurrección”, hasta el extremo de que hoy por hoy caben ambos dentro del mismo saco). Debates aparte, desde que tengo uso de razón, siempre me he sentido atraído por el misterio del alma y en tratar de obtener alguna prueba racional y fehaciente (no son términos excluyentes) de su existencia. De niño, ya leía la Biblia por pura curiosidad y, durante la adolescencia, me adentré por cuenta y riesgo en la búsqueda de pruebas “paranormales” de esa existencia y ensayé con la ouija, las cartas zener, la radiestesia, la fotografía Kirlian y el hipnotismo. Recuerdo que mi mayor “éxito” fue hipnotizar, en una ocasión, a un amigo mediante la técnica de la levitación de la mano. Cuando me di cuenta, alborozado, de que lo había conseguido, lo primero que le pedí a la supuesta alma de mi amigo es que “atravesara” la pared de la habitación y, en el salón, “mirara” la hora y “regresara” para decírmela… Durante media hora creí que al fin había logrado establecer contacto con un alma…, inocente de mí. Pero, al cumplir diecisiete años, y tras una clase sobre Platón en el instituto, creí haber dado con el alma pero, como aseguraba el filósofo griego, ésta estaba condenada a ocupar un cuerpo al que debía dominar, en este caso, el mío. La justicia platónica consistía precisamente en el control  que el alma racional debía ejercer sobre las otras dos, la irascible y la concupiscible (de golpe, me habían salido ¡tres almas!). Durante varios meses estuve embebido de todo aquello y debo decir que me fue bien para sacar buenas notas a final de trimestre. Aquello se desvaneció cuando empecé a salir con una compañera de clase…, y el alma racional perdió, por fortuna, el mando. Tras esto, vendrían varias etapas más de búsqueda: la católica, la judía y la agnóstica, con diversa suerte. Hoy día, más aristotélico que platónico, y tras leer una entrevista al profesor y periodista Pepe Rodríguez, las columnas de mi templo interior se tambalean y, como Sansón (también sin cabellera), no tendré fuerzas para impedir el derrumbe. Quizá prefiero que así sea.


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